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Los intérpretes de Dios

Por JESÚS A. VILA

Mi buen amigo Antonio Fornés tiene el enorme mérito de estimular la reflexión con sus escritos, no solo por su erudición, por su dominio del razonamiento y por su aguda observancia de la argumentación dialéctica, sino en buena medida por esa obsesión suya de centrar los males de la modernidad en torno al trascendentalismo de las religiones. El drama de Afganistán, que ha sacudido con inusitada energía este cálido agosto, para sacarnos del tedio de las olas de calor y del obligado turisteo, ha vuelto a poner sobre la mesa la cruda realidad del fanatismo, que siempre provoca terror, dolor y esclavitud sobre los que lo sufren en cualquiera de sus formas, pero que cuando crece sobre el dramático autoritarismo de la trascendencia religiosa, obliga a arañar más en profundidad y con mayor conciencia sobre el origen de las creencias, sus causas y sus desgraciadas consecuencias.

Mezquita del Viernes en Herat (Afganistán)

En un foro reciente en el que coincidimos creyentes cristianos y musulmanes, agnósticos y probablemente ateos, tolerantes, respetuosos y civilizados en cualquier caso, algunos participantes ponían el acento en el drama social afgano separando el fundamentalismo islámico del islam comprensivo, del mismo modo que, en plena Edad Media —esa época tan cara a mi amigo Fornés— hubieran hecho los cristianos creyentes al socaire de su propio fundamentalismo inquisitorial. Afortunadamente, en este Occidente decrépito que puede volver a vivir  —¿quién lo duda?— episodios de autoritarismo fanático en el campo de las ideas políticas pero ya más difícilmente en el ámbito de las ideas religiosas, nos podemos permitir el lujo de considerar que hay un islam soportable y un islam insoportable, del mismo modo que hay un cristianismo perfectamente compatible con los derechos humanos y otro cristianismo —el histórico de otros tiempos— del que nadie se puede sentir defensor, y que resultaba ofensivo para las mujeres, impositivo para todos y claramente retrógrado en cuanto a garantizar derechos y libertades.

Justamente porque algunos nos reconocemos en esos derechos y en esas libertades, es por lo que respetamos el pensamiento de cada cual. El pensamiento es libre y debe ser preservado en la esfera privada de modo general y en la esfera pública siempre que no interfiera en la libertad de los demás. Pero así como el pensamiento es libre, también lo debe ser la opinión. Yo expresé la mía en ese foro en estos términos exactos: «Se empieza por hacerte creer que hay un dios que todo lo puede, y se termina por hacerte sufrir que solo ellos lo interpretan». Apenas hubo réplicas, pero me consta que no gustó demasiado.

Pienso, como Fornés, que en la tradición islámica, en la cultura religiosa de ese mundo que sufrió bárbaramente el colonialismo de potencias extranjeras que defendían un modelo religioso cristiano —aunque ya se sabe que el imperialismo y el capitalismo no conocen más religión que la ambición desmedida, el enriquecimiento sin trabas y la depredación sin límites—, la preservación de todo cuanto los diferenciara del invasor podía y debía ser considerado un bien a proteger. El problema viene cuando se usan las diferencias con el tirano para a su vez tiranizar a los que se considera inferiores. No hay dudas históricas acerca de las religiones, especialmente las monoteístas, sobre la subyugación histórica de las mujeres. En ese sentido, la lucha por la liberación de la mujer, una conquista en el terreno de las ideas sin posibilidad racional de vuelta atrás, ha supuesto para la historia de la humanidad un enorme impulso en contra de las prácticas religiosas y un baluarte de peso contra el trascendentalismo y a favor de la racionalidad. La razón nos hace libres y el mito, dependientes. Todo cuanto alimenta la razón, el conocimiento científico, la reflexión ética, la defensa del derecho natural, el amor por la naturaleza, el cultivo de la libertad, el respeto a la vida, aunque no se proponga la lucha contra la creencia ciega, lo que los religiosos llaman la fe, contribuye a hacer un mundo menos dependiente de lo sobrenatural y, en ese punto, mucho más resistente a «quienes empiezan a hacerte creer que hay un dios que todo lo puede y terminan por hacerte sufrir que solo ellos lo interpretan».

Cogiendo a Chesterton por las hojas, «si uno es capaz de creer en cualquier cosa, no tiene muchos motivos para no creer en Dios». Si uno es capaz de creer que cubriendo de velos a una mujer, que evitando su educación, que haciéndola dependiente del hombre elimina su condición humana, anula sus capacidades, ahoga su libertad, tiene muchos motivos para poder creer en Alá. Y en sentido contrario, si uno ama la condición humana, no necesita demasiados dioses para sentirse parte de la naturaleza, que es el máximo horizonte que uno debiera exigirle a la razón.

DECADENCIA DE OCCIDENTE, DECADENCIA UNIVERSAL

No albergo dudas sobre la decadencia de Occidente, pero tampoco las tengo sobre la decadencia universal. La historia universal es la historia de un ciclo de decadencias y de transiciones entre decadencias, porque vivimos en un universo imperfecto donde los únicos que tenemos vocación de perfección somos los humanos. Pero en ese ciclo de imperfecciones, avanzamos concienzudamente hacia la comprensión de nuestra propia esencia. Todavía estamos lejos de un mundo sin creencias trascendentales pero si no terminamos pronto con el planeta, que está por ver, el horizonte de las religiones —que es la vía normativa de las esencias de Dios— tiene fecha de caducidad.

Cada vez está siendo más difícil creer en cualquier dios y, a medida que los pueblos ganan en conocimiento, educación, formación y ciencia, ganan en derechos y en libertades y pierden en considerar auténtico lo intangible, lo sobrenatural.

Para los creyentes esto solo se explica por la abrumadora realidad de la decadencia. Por eso, la abrumadora realidad de la decadencia para otros muchos entre los que me cuento, nos sirve para desconfiar de las verdades absolutas, eternas, del apogeo, del esplendor, de cualquier paraíso previsible.

Es probable que los talibanes no lean ni a Aristóteles ni a nadie, les basta seguramente con ser los auténticos intérpretes de Dios.

 

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