Te invitamos a acercarte a la filosofía de una forma original y amena: la música.…
La revuelta “retrospectiva”
ANTONIO FORNÉS
El auténtico filósofo no vive en un mundo de abstractas elucubraciones, idealmente aislado de la realidad cotidiana. En ningún caso, pues lo que pretende la filosofía con sus reflexiones es justo lo contrario: alcanzar a comprender el mundo y todo lo que acontece en él, ser capaz de explicarlo, empezando, eso sí, por el principio, por el maravilloso e insondable misterio de que el mundo exista. Por ello, tras estos días de violentas algaradas que se han vivido en Cataluña, cuya contemplación ha sumido a muchos en la tristeza y perplejidad, resulta más que conveniente volver la vista hacia la filosofía en busca de claridad y luz frente a la confusión y oscuridad generadas.
Si algo enseña la filosofía es a no dejarse llevar por la inmediatez de los acontecimientos. En oposición a esta actitud impulsiva, superficial, la filosofía nos propone dar siempre un paso atrás para adquirir una mínima perspectiva del asunto y poder así evaluarlo con auténtica profundidad. Conviene, eso sí, no confundir la necesidad de tomar distancia con la “equidistancia”, funesta palabra, tantas veces en boca de pseudointelectuales, y que en la mayoría de ocasiones debe traducirse simplemente por “complicidad frente a la injusticia”. El filósofo debe considerar todos los ángulos y posturas posibles para ser capaz de entender, pero justo por ello no puede resultar nunca un ser neutral, amorfo, sino todo lo contrario, el filósofo es alguien radicalmente comprometido con la realidad, con su tiempo y con la búsqueda permanente de verdad. El filósofo es siempre alguien incómodo, un molesto tábano cuyos zumbidos resultan molestos a cualquier poder, a todos aquellos que quieren imponer a los demás una visión única, monolítica y autoritaria de la realidad. Baste aquí recordar, como ejemplo arquetípico, al padre de la filosofía, el viejo Sócrates, y su ignominioso ajusticiamiento a manos de un pueblo que votó su condena. Pues ya se sabe que las masas, a lo largo de la historia, desgraciadamente, casi siempre han escogido a Barrabás…
De estas cosas sabía mucho el bueno de Odo Marquard, un filósofo alemán todavía no demasiado conocido en nuestro país pero cuyo pensamiento creo que abre una interesante vía de reflexión sobre los lamentables sucesos de los últimos días. Marquard nació en 1928 en Slupsk, actualmente ciudad polaca pero que en aquel entonces pertenecía a Alemania. Para su desgracia, su infancia se vio marcada por la llegada del nazismo al poder y, siendo un adolescente, fue internado en una escuela nacionalsocialista, llegando incluso a ser llamado a filas en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuando la desesperación nazi ante la inminente derrota les llevó a crear una especie de milicia formada por una absurda mescolanza de ancianos de más de 60 años y jóvenes de menos de 18. Esta más que terrible experiencia vacunó a Marquard de manera definitiva ante cualquier nacionalismo, frente a cualquier tipo de violencia y, desde luego, ante cualquier ideología que pretendiese adueñarse por entero del monopolio de la verdad y la razón. De ahí que el filósofo afirmase sin complejos formar parte de aquello que Helmut Schelky denominó en los años cincuenta la “generación escéptica” alemana de la segunda posguerra mundial[1].
Todo este largo preámbulo me ha servido para poner en contexto el análisis que hizo Marquard de las protestas estudiantiles de finales de los sesenta ocurridas en Alemania, a imagen y semejanza del mayo francés del 68. Para definirlas, este filósofo creó el concepto de “desobediencia retrospectiva”. Es decir, según su forma de ver las cosas, estos movimientos aparentemente revolucionarios no eran sino una revuelta contra el dictador nazi. Revueltas inexistentes a lo largo de los muchos años de dictadura nacionalsocialista (1933-1945), y cuya inexistencia parecía querer compensarse “vicariamente” enfrentándose al sistema que después de 1945 había sustituido a aquella dictadura. Las palabras de Marquard son esclarecedoras: “(…) Surgió una necesidad prácticamente moral de revuelta (…) contra lo que había en aquel momento: contra el estado de cosas de la República Federal, esto es, contra un estado de cosas democrático, liberal y digno de ser conservado. Resulta una tontería notable poner en juego esta situación a cambio de un principio revolucionario, pues no hay ninguna garantía de no empeorar. (…) Tenemos mucho más que perder que no solo nuestras cadenas. La protesta retrospectiva ignora todo esto; de esta forma, una democracia se convierte en objetivo de la indignación retrospectiva de una rebelión omitida [en su momento] contra la dictadura totalitaria: esta absurdidad se encaja en la remarcable retrospectiva de este procedimiento de protesta[2]”.
UN FALSO RELATO REVOLUCIONARIO
Si ustedes, queridos lectores, lo meditan bien, convendrán conmigo en que en nuestro país hay mucha efervescencia, todavía, de esta “desobediencia retrospectiva”. Tanto en las algaradas callejeras de Cataluña, como en amplios sectores de la izquierda, se sigue hablando de franquismo, fascismo, dictadura, y de la necesaria lucha contra todo ello. Como en la teoría descrita por Marquard, esta necesidad de revuelta se produce mayoritaria y curiosamente, por parte de aquellos que, por edad, nunca sufrieron en primera persona el franquismo, quienes desde el confort de la actual situación política y el bienestar material, han construido, al igual que los estudiantes del 68, un falso relato revolucionario que les lleva a arremeter imprudentemente contra un sistema, hasta tal punto democrático, permisivo y garantista que sus alborotos y protestas están amparadas por el mismo sistema. Con ello no pretendo decir que nuestro sistema político resulte perfecto, sino solo mostrar la paradoja en la que se mueven en la actualidad un buen número de grupos políticos.
El hombre es
un ser esencialmente histórico, sin el ser humano no habría historia. Como ya
explicó bien Sartre, el hombre es el único ser de la creación en el que la
existencia precede a la esencia. Es decir, a diferencia del animal, cuando el
hombre es arrojado a la existencia, todavía no está completo ni perfectamente
definido. El hombre ha de autoconstruirse a lo largo de los años a través de
sus decisiones. Esta libertad, al mismo tiempo bendición y condena humana, es
lo que le permite crear la historia, dotar de densidad y quizá sentido, al
tiempo. Esta forma de ser de lo humano, hace que inevitablemente su vida esté
enfocada hacia el futuro, pero al mismo tiempo conformada por el pasado. Pese a
que el hombre mira siempre al futuro, fundamentalmente es pasado, porque es
desde el pasado que se construye su pensamiento y sus futuras decisiones. Visto
así adquiere quizá un mayor sentido esta “desobediencia retrospectiva”, porque
en el hombre, de una manera solapada, oculta, o perfectamente explícita, está
siempre presente su pasado y el de su sociedad. El problema aparece cuando el
pasado se retuerce, deforma, o directamente se inventa. Entonces las cosas se
complican, el hombre ignorante acaba casi siempre perdiendo el rumbo, y de ahí
al nacionalismo simplón, los gritos vacíos en pos de la revolución y los
tumultos, solo hay un paso. Así, frente al tranquilo y práctico escepticismo de
aquellos que vivieron el fin de un dictador que murió tranquilamente de viejo
en la cama, parte de las nuevas generaciones se radicalizan equivocándose de
enemigo y de problema.
[1] LLINÀS, Carles. Escatología y modernidad. El pensamiento de Odo Marquard. Barcelona. 2014, p. 25
[2] Tomado de: Opus cit., pp. 27-28
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