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En la ciudad de los Reyes Magos
Por Antonio Fornés (filósofo. Autor de Creo aunque sea absurdo, o quizá por eso)
Fotos: Pilar Ucedo
En la primavera de 2014 tuve la fortuna de poder recorrer las tierras del norte de Iraq. Justo en aquellas fechas la guerra empezaba a recrudecerse —de hecho, me fue ya imposible llegar hasta Mosul—. Muchos de los pueblos que recorrí fueron arrasados, pocos meses después, por las funestas y despreciables milicias del Daesh, así que, imagino, la situación de aquellas gentes, y sobre todo de las minorías cristianas y yazidíes, habrá empeorado mucho más.
He de reconocer que durante mi viaje recibí innumerables muestras de cordialidad y amabilidad por parte de gente que, al mismo tiempo, y de forma paradójica, se estaba preparando para volver a luchar. Así, los milicianos kurdos armados hasta los dientes que me encontraba por todas partes, se empeñaban con su inglés igual de malo que el mío, en charlar sin prisas discutiendo alegremente sobre si Cristiano Ronaldo era mejor o no que Messi mientras fumaban un cigarrillo tras otro. Casi no pude pagar ninguna cena en los rústicos pero acogedores restaurantes en los que me detuve a recuperar fuerzas, pues uno tras otro, los dueños, encantados con aquella presencia extraña que era yo, se empeñaban en invitarme pese a mis protestas.
Sin embargo, bajo aquella capa de aparente tranquilidad que antecedía a los terribles episodios que vinieron a continuación, se podía ver y respirar la dificilísima situación de los cristianos en esa zona del mundo, siempre perseguidos y discriminados. Para un cristiano como yo, viajar a zonas como el norte de Iraq es dejarse llevar por una lacerante y triste melancolía. Pues el asombroso milagro de que la predicación de un humilde carpintero nacido en Palestina se convirtiera, en apenas un siglo y medio, en la religión mayoritaria del Imperio Romano no ocurrió en Europa, sino en estas tierras. Aquí nació y se desarrolló el cristianismo. Sin embargo, hoy día apenas quedan huellas de todo esto, y los pocos cristianos que quedan parecen condenados al martirio y la desaparición. Por ello, si hay un viaje papal que me haya parecido oportuno es éste. Pues nuestros hermanos de Oriente hace siglos y siglos que necesitan la ayuda y el reconocimiento de un cristianismo occidental que los ha ignorado y olvidado.
Ésta que sigue es una de las crónicas que escribí de aquel viaje, concretamente la del día que estuve en Amedia, la ciudad de los Reyes Magos, con un epílogo sobre una breve entrevista con un joven y apuesto sacerdote que encontré en la ciudad de Erbil. Su fe me pareció tan fuerte como su pesimismo. Ojalá tuviese yo más de lo primero, pero en cambio, el pesimismo de aquel joven religioso es el mío. Se acabó nuestro tiempo en Oriente, y quién sabe si tal vez se esté acabando también en Occidente.
Amedia, la ciudad de los Reyes Magos
El viajero es un ignorante. Aunque intenta preparar sus viajes y documentarse sobre la situación y la historia de la tierra que va a conocer, al final, no puede sino acabar reconociendo su ignorancia. Pero no le importa, al contrario, es uno de los aspectos fascinantes de viajar, descubrir sobre el terreno que nuestra percepción del mundo está casi siempre llena de prejuicios y de falsas creencias. Como anoche, cuando al llegar a Dohuk, agotado tras el larguísimo viaje, y sacando fuerzas de flaqueza, tras dejar mi mochila en la modesta habitación del hotel Jotyar, salí a la calle en busca de algún sitio para cenar. Era ya tarde, pero mi guía Jihan me había advertido que hasta las once la mayoría de restaurantes permanecían abiertos, especialmente en el centro, en los alrededores del mercado. Así que salí a la puerta de hotel y paré a un taxi que pasaba por allí. Cuando me acomodé en él, no podía salir de mi sorpresa: ¡los asientos del taxi estaban tapizados con la bandera norteamericana! Yo que pensaba que por todo Iraq no iba sino a encontrar antiamericanismo y resentimiento por la invasión y hete aquí que el primer taxi en el que me subía estaba decorado con las barras y estrellas. No pude evitar decirle al taxista señalando la tapicería: «¡USA!, ¡USA!», a lo que él, alegre, me comentó, o mejor, casi me gritó: «¡USA good!, ¡USA good!».
Se lo comento esta mañana a Jihan cuando, puntual, a las siete y media viene a recogerme. Mientras tomamos la carretera de Erbil, capital oficiosa del Kurdistán iraquí, me explica que no todos los iraquíes ven como enemigos a los estadounidenses, y que especialmente los kurdos los ven como aliados y, en cierto sentido, salvadores. Conducimos durante poco más de una hora y llegamos a nuestra primera parada del día.
Apenas a unos kilómetros de Dohuk, sobre la cima de una colina desde la que se asoma vertiginosamente a uno de los afluentes del río Zab, y con unos orígenes que se remontan a la época asiria —en torno al 3.000 antes de Cristo—, se levanta la antigua ciudad de Amedia. Tenía ganas de verla con mis propios ojos pues, aunque hoy sea poco más que un pueblo de montaña olvidado por todos, según cuenta la leyenda, esta ciudad llegó a ser capital del reino de los medos, de quienes los kurdos se consideran descendientes, y desde aquí partieron los famosos tres Reyes Magos de Oriente. No es inverosímil, pues conviene recordar que, en sus orígenes, la palabra mago designaba a los sacerdotes medos de culto zoroástrico de la época aqueménida.
Así que… ¡estoy en la ciudad de los Reyes Magos! Y paseando por sus calles, que a estas horas todavía están vacías, pues apenas son las nueve y la mayoría de tiendas y comercios no han abierto todavía. Camino junto a Jihan en dirección a la única huella de la antigüedad de este enclave que todavía puede observarse, una puerta amurallada de época persa que se mantiene en pie justo al filo del precipicio donde acaba la ciudad. Le comento que Amedia aparece citada a finales del siglo XV en una crónica, La vara de Judá, que escribió un español, el judío Salomón ben Verga. Jihan asiente mientras con su buen inglés me confirma que antes había aquí una importante colonia de judíos. Le pregunto si queda alguno y niega con la cabeza, me dice que en los años 50 los pocos que quedaban todavía fueron, en el mejor de los casos, expropiados y expulsados.
—¿Y cristianos, Jihan?
—Sí, sí, cristianos sí que hay, aquí no tienen problemas.
Llegamos a la puerta en ruinas, que debióde ser formidable, con una especie de barbacana cubierta en forma de ele y una muralla en la que se pueden observar todavía una especie de hornacinas en las que en su momento, imagino, habría soberbias estatuas hoy desaparecidas. Mientras la fotografío aparece un anciano, vestido con el traje típico kurdo, una especie de mono ceñido con un fajín y, pese a su edad, se descuelga con sorprendente agilidad montaña abajo por entre los riscos colgados del precipicio, algo que yo, la verdad, no creo que me atreviese a hacer… Nos quedamos un rato contemplando las magníficas vistas y luego nos dirigimos al otro lugar «turístico» de la actual Amedia, su mezquita, excavada en la roca y presidida por un minarete de altura considerable.
Al llegar, entramos en el patio de la mezquita, donde nos encontramos a unos obreros reparando el enlosado. Nos dicen que la mezquita está cerrada. Preguntamos por las llaves y nos dan una gigantesca que, por su aspecto, debe tener al menos cien años, pero no abre el templo de la mezquita, sino el minarete. Bueno, ¿por qué no? Me digo que si puede subirse hasta arriba seguro que la vista será espléndida. Nos peleamos unos instantes con la cerradura y finalmente la puerta cede. Me dispongo a entrar y subir por las estrechísimas escaleras, pero ¡están llenas de plumas y excrementos de paloma! Me temo que hace muchos años, casi tantos como los que tiene la llave, que ningún muecín sube a lo alto de este alminar para llamar a la oración… ventajas de la megafonía moderna, supongo. Así que el minarete se ha convertido en un gran palomar infecto que huele fatal. Desecho subir. Tras la decepción, damos por finalizada la visita al pueblo y caminamos hasta el coche.
Durante siglos, Amedia fue conocida en esta región por albergar en su interior de forma más o menos armónica a tres comunidades diferentes, kurdos, judíos y cristianos. De hecho, al parecer en el siglo XIX si se sumaba a los judíos y cristianos que vivían allí, su número conjunto superaba al de los kurdos. Hoy no queda ni un judío en Amedia, y en cuanto a los cristianos, y pese a lo dicho por Jihan, después de recorrer dos veces la ciudad no he visto a ninguno. Esta mañana, mientras desayunaba en el Hotel Jotyar de Dohuk, en la televisión de plasma que presidía el comedor se emitía un impactante documental sobre la terrible y sanguinaria represión que los esbirros de Sadam Husein ejercieron sobre el pueblo kurdo. De entre todas las imágenes, la que sin duda más me impresionó fue la de la inhumana sonrisa de dos oficiales del ejército iraquí mientras sus soldados saqueaban un pequeño pueblo y hacían formar a sus asustados habitantes. Me pregunto si la televisión kurda emitirá de vez en cuando, algún reportaje sobre los judíos o los cristianos de Amedia. Me temo que no…
El sacerdote del Kurdistán iraquí
Un par de días después, ya en la capital del Kurdistán iraquí, Erbil, y tras disfrutar de un largo paseo por su animadísimo mercado, me desplazo hasta el barrio suburbial de Ankawa, la zona en la que al parecer se concentra gran parte de la minoría cristiana de la ciudad. Encuentro su principal templo, la iglesia de San José, aunque al principio me cuesta localizarla, pues el santuario está rodeado de un alto muro que, imagino, ha sido construido por motivos de seguridad. En la puerta con forma de arco, dos hombres me preguntan qué quiero, me identifico como turista y, con amabilidad, me dejan pasar. Son casi las cinco de la tarde y casualmente está acabando un oficio religioso. Cuando termina, aprovecho para entrar en la iglesia, que es grande, de una sola nave, con una decoración que como mínimo podría calificarse de sobria y que, desde luego, no la colocará en ningún manual de historia del arte. En cualquier caso el padre Nashwan Cosa, el joven párroco de San José, imagino que feliz por la presencia de un extranjero, se empeña en enseñármela. Aprovecho para hablar con él, me cuenta que en Erbil hay unos 47.000 cristianos. Lo que no me parece un gran número, pues la ciudad tiene más de un millón de habitantes y la presencia histórica de cristianos en estas tierras, es tan vieja como el propio cristianismo. Sin embargo me contesta que es una de las comunidades más grandes de Iraq, y me dice que, por ejemplo en Mosul o Kirkuk, los cristianos prácticamente han desaparecido bajo la presión y la violencia del islamismo radical. Le pregunto si cree que aquí es posible que el número de cristianos crezca, y el pobre padre Nashwan abre los brazos en un gesto a medio camino entre el hastío y la desesperanza mientras contesta:
—Nunca. Jamás crecerá aquí el número de fieles cristianos.
Le pregunto por qué cree eso, si aquí sufren también algún tipo de coacción o amenazas, y entonces su rostro se torna precavido, y en sus labios aparece una prudencia que no deja de tener un tono de temerosa cautela ante el tenor de las preguntas del desconocido,
—No, aquí estamos bien. No hay problema. Nadie nos molesta.
Tras esta declaración cambia de tema y se empeña en enseñarme el jardín, tan monótono como el interior de la iglesia.
A principios del siglo II, Erbil tenía ya un obispo cristiano. Aunque desde luego la situación del cristianismo en la zona kurda de Iraq es mejor que en el resto del país, esta minoría también ha sufrido ataques aquí en los últimos años y quienes han podido no han dudado en emigrar a países más seguros. En el 2014, con la valentía del que lucha sin esperanza, el padre Nashwan sigue cuidando la ya débil llama encendida por aquellos primeros obispos prácticamente en los inicios de nuestra era.
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